COLUMNISTA: Francisco Baeza

En los estertores de la Primera Guerra Mundial, a fin de ganar influencia regional a costa del decadente Imperio Otomano, al Reino Unido le dio por prometer países a cada pueblo que se rebelara contra sus amos. Así, al tiempo que Lawrence de Arabia cabalgaba raudo hacia Damasco, Arthur Balfour y Walter Rotschild pactaban establecer un Estado judío en lo que sería el Mandato británico de Palestina. El acuerdo entre Balfour y Rothschild se materializaría dos décadas después, luego de que el Holocausto precipitará la aliá de varios cientos de miles de judíos europeos necesitados de un Estado propio.

Crear espontáneamente un Estado judío en el corazón de la Palestina musulmana, por supuesto, no era tarea fácil. El Plan de Partición de Palestina fue rechazado de tajo por los palestinos, quienes representaban el 67% de la población del Mandato. Apenas se hubo aprobado el plan estallaron las primeras protestas que pronto escalaron a guerra civil y finalmente, a la Primera guerra árabe-israelí. A la derrota de la coalición árabe siguió el destierro de más de 700 mil palestinos que fueron hacinados en campos de refugiados en Gaza y Cisjordania, o en Líbano, Siria o Transjordania.

Desde entonces y a lo largo del s. XX, la cuestión palestina fue el quid de la relación entre Israel y los países árabes, quienes condicionaron el diálogo con su rapaz vecino al establecimiento de un Estado palestino independiente con soberanía sobre la Franja de Gaza y Cisjordania, y con capital en Jerusalén, territorios ocupados por aquel después de la guerra del 67, y al retorno de los refugiados, cuyo número creció a dimensiones de crisis humanitaria.

Entrados en el s. XXI, sin embargo, el conflicto israelí-palestino está eclipsado por la crisis de Irán; Hamás ha pasado de moda al tiempo que Hezbolá se ha convertido en la organización no gubernamental más poderosa del mundo y los noticieros no cuentan la tragedia de Palestina sino las de Siria, Yemen o Líbano. Las ambiciones nucleares iraníes, reflexionan los nuevos líderes árabes, más pragmáticos que sus antecesores, representan una amenaza similar para ellos y para los israelíes. El enemigo de mi enemigo...

Aliados, pues, en su animadversión, en su temor hacia Irán, la semana pasada, Israel y los Emiratos Árabes Unidos sorprendieron al mundo al anunciar la normalización de relaciones, un hito conseguido gracias a la mediación de Estados Unidos. A cambio del reconocimiento de los emiratíes, los israelíes han aceptado pausar la anexión parcial de Cisjordania autorizada en el plan de paz propuesto por los estadounidenses (The Kushner's plan).

El notición ha causado un terremoto geopolítico en Oriente Próximo y más allá:

El trato eleva a Bibi Netanyahu a aires de estadista, a la altura de Begin y Rabin, o del hipócrita Peres; confirma al discreto Mohamed bin Zayed (MbZ) como el hombre fuerte de los Emiratos Árabes Unidos y como un nuevo e importante actor regional; y catapulta a Donald Trump a la Casa Blanca vía Oslo --por menos le concedieron el Premio Nobel de la Paz a Krampus Obama, opino-.

A los palestinos, atole con el dedo: el trato apenas alcanza para postergar el despojo de sus tierras al costo altísimo de romper la histórica unidad árabe en torno a su causa. Por enésima vez, su opinión ha sido arrumbada en un cajón junto al revolver de Abu Amar, los documentales de Hernán Zin y los versos tristes de Mohamed Zakaria:

“Los pájaros vuelan sobre mi cabeza.
Ramitas en sus picos para construir su hogar.

“Mi hogar no ha sido construido todavía:
vivo en la tierra del sol y la lluvia”.